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sábado, 3 de octubre de 2009

No habrà màs penas ni Olvido/ Osvaldo Soriano







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Libro Completo



PRÓLOGO
La acción de No habrá más penas ni olvido se
sitúa en la Argentina durante el último gobierno
de Juan Domingo Perón, entre octubre de
1973 y julio de 1974. Luego de una larga lucha
popular, Perón regresó al país en medio de una
grave conmoción a la que él mismo había contribuido;
su movimiento estaba dividido por lo
menos en dos grandes fracciones: aquella que lo
veía como un líder revolucionario y otra que se
aferraba a su ascendiente sobre las masas para
impedir la victoria popular. Este malentendido
—por absurdo que hoy parezca— es uno de los
tantos orígenes de la tragedia argentina.
5
Electo presidente, Perón iniciaría una implacable
depuración de elementos «izquierdistas»
de su movimiento. La juventud, cada día más
golpeada y maltrecha, siguió reivindicando
hasta el final su adhesión al «líder». Calificados
por Perón de «imbéciles», de «imberbes irresponsables
», dirigentes y militantes de la organización
guerrillera Montoneros y de la Juventud Peronista
(estrechamente ligados) insistían en
creer (o querían creer) que la furia del jefe del
Justicialismo era una argucia táctica más en su
presunta lucha contra la oligarquía y el imperialismo.
Trágica confusión. Hasta su muerte,
el 1.° de julio de 1974, Perón utilizó una curiosa
estrategia de gobierno: descalificó como «infiltrados
» a aquellos a quienes todo el país conocía
como peronistas, incluso a viejos militantes
de la primera hora (representados en esta novela
por el delegado municipal Ignacio Fuentes)
y bendijo como peronistas a muchos advenedizos
que habían contribuido a su caída en 1955
y se batieron contra él hasta poco antes de su regreso
(el personaje del martillero Guzmán los
ejemplifica en el relato).
6
En este momento histórico se sitúa No habrá
más penas ni olvido. La acción se desarrolla en
un pequeño pueblo de la provincia de Buenos
Aires donde todos los personajes se conocen entre
sí. La maniobra de Perón y su ministro, José
López Rega, cobra entonces dimensiones absurdas,
grotescas. En realidad, este enfrentamiento
sucedía en el anonimato de las grandes ciudades
donde el terror se disimula en la multitud,
en la incertidumbre creada por asesinos y
víctimas sin uniforme. Como la novela lo sugiere,
la batalla no podía sino facilitar la intervención
de las fuerzas armadas, que completarían
minuciosamente la liquidación de izquierdistas
ya iniciada por los grupos fascistas. Era
en los sindicatos controlados por la burocracia
peronista, en la policía (al frente de la cual Perón
nombró a sus más acérrimos enemigos de
ayer) y en los ministerios, dominados por la
«verticalidad» justicialista, donde se reclutaban
las temibles bandas armadas que «depuraban»
a la juventud y a los honestos peronistas de la
primera hora (dirigentes y militantes universitarios
y obreros, diputados, gobernadores de
provincias que habían dejado de ser útiles al
proyecto reformista encabezado por Perón).
El juego de masacre fue facilitado por los tremendos
errores cometidos por la guerrilla (la
peronista y la «marxista») y sus brazos legales;
por su candidez política, por la torpeza, el extremo
dogmatismo y a veces la mala fe de sus
dirigentes.
No habrá más penas ni olvido excluye de la acción
a todos los demás protagonistas políticos y
sociales de aquel momento para ceñirse a esta
satírica observación del fenómeno peronista.
7
A la memoria de mi padre.

Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver
no habrá más penas ni olvido.
CARLOS GARDEL

I
—Tenés infiltrados —dijo el comisario.
—¿Infiltrados? Acá sólo trabaja Mateo, y
hace veinticuatro años que está en la delegación.
—Está infiltrado. Te digo, Ignacio, echalo
porque va a haber lío.
—¿Quién va a hacer lío? Yo soy el delegado
y vos me conocés bien. ¿Quién va a joder?
—El normalizador
—¿Quién?
—Suprino. Volvió de Tandil y trae la orden.
—Suprino es amigo, qué joder. Hace un
mes le vendí la camioneta y todavía me debe
plata.
—Viene a normalizar.
13
—Normalizar qué. Estás leyendo muchos
diarios, vos.
—El Mateo es marxista comunista.
—¿Quién te metió eso en la cabeza? Mateo
fue a la escuela con nosotros.
—Se torció.
—Pero si lo único que hace es cobrar los
impuestos y arreglar los papeles de la oficina.
—Yo te aviso, Ignacio, echalo.
—Cómo lo voy a echar, gordo. Se me va a
venir el pueblo encima.
—¿Y para qué estoy yo?
—¿Para qué estás?
—Para cuidar el orden en el pueblo.
—Vamos, gordo, vos estás jodiendo. Andá
a la mierda.
—Te digo en serio. Suprino está en el bar.
Te va a ir a ver, te va a aconsejar.
—Que me pague lo que me debe antes. Si
no, te lo voy a denunciar.
Ignacio salió de la comisaría. Dos agentes
que estaban en la puerta, bajo un árbol, lo saludaron.
Montó en la bicicleta y pedaleó despacio.
Iba pensativo. El sol calentaba con
14
treinta y seis grados esa mañana. Cuando llegó
a la esquina, aminoró la marcha y dejó que
cruzara el camión de Manteconi que repartía
los sifones. Pedaleó hasta la otra cuadra, en
pleno centro del pueblo, y paró frente al bar.
Dejó la bicicleta en la vereda, a la sombra, y
entró. Se sacó la gorra y saludó con una
mano; le contestaron dos viejos que jugaban
al mus. Fue hasta el mostrador.
—Hola, Vega. ¿Lo viste a Suprino?
—Recién se va. Está alborotado. Se fue a
verlo a Reinaldo a la CGT. ¿Va a haber
huelga?
—¿Dónde?
—Acá. Dice Suprino.
—Puta che, están todos locos. Dame una
coca cola.
La tomó de la botella, a tragos largos.
—¿Qué pasa, Ignacio?
—Qué sé yo. ¿Qué más te dijo Suprino?
—Poca cosa. Que vas a renunciar.
—¿Yo?
—Vos y Mateo. Dice que son traidores.
—¿Eso dijo?
—Sí.
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—¡Hijo de puta!
—Que sos traidor. Lo dijo delante de Guzmán.
—¿Qué hacía el martillero acá?
—Lo estaba esperando, me parece. Se fueron
juntos a la CGT.
—Vos sabés que Guzmán no es peronista.
Nos cagamos a golpes por eso en el 66.
—En la plaza, me acuerdo.
—Me hizo meter preso por peronista cuando
Soldatti era comisario. Cobrame.
—No —Vega sonrió con su dentadura amarillenta
y despareja—. Si te vas a quedar sin
trabajo.
—Bueno, chau.
16
Ignacio tomó la bicicleta y pedaleó fuerte.
Un golpe de estado. Una sonrisa amarga apareció
en su cara: «A mí me van a enseñar a
ser peronista.» De pronto sintió un extraño
brío. Nunca pensó que tendría que enfrentar
un golpe de estado, como Perón, como Frondizi,
como Illia. Llegó a la plaza. Dejó la bicicleta
contra un banco y caminó hasta la arboleda
más tupida. Eran las once y la plaza estaba
desierta por el calor. Se sentó en el césped
y sacó un cigarrillo.
—¿Cómo le va, don Ignacio? —dijo el
placero.
—Dejame que voy a pensar. Andá a regar
más allá.
Se tapó la cara con las manos. «Me quieren
mover el piso», se dijo en voz alta. Fuera de
la plaza, los parlantes empezaron a vocear
propaganda. Trató de repasar la situación.
Suprino era secretario del partido. Ignacio lo
había mandado el día anterior a Tandil a pedir
al intendente que votara la partida para
ampliar la sala de primeros auxilios. Volvió
agrandado y consiguió meter en algún asunto
al comisario y a Guzmán. Ahora lo querían
joder. «Pero el pueblo me eligió a mí. Seiscientos
cuarenta votos. ¿Qué es eso de que
Mateo es comunista? Cuando lo echaron a Perón,
en el 55, ya estaba en la municipalidad.
Estuvo después, estuvo siempre. Nunca le
pregunté si era comunista. Bolche es Gandolfo.
De siempre fue, pero lo saben todos. Es
el único en Colonia Vela. Tiene la ferretería
y nadie lo jode. Si hasta estuvo en la comisión
vecinal una vez. Y yo soy infiltrado de
qué, la puta que los parió; los voy a meter a
todos presos, carajo».
17
—¡Che, Moyanito, vení!
El placero soltó la manguera y caminó
apurado.
—Diga, don Ignacio.
—Decime, ¿qué te parece si los meto presos
a Guzmán y a Suprino?
—¿Qué hicieron, don Ignacio?
—Se han sublevado.
—¿Qué es eso?
—Me quieren echar.
—¡A usted!
—Sí. A mí y a Mateo.
—¡Pero don Mateo de qué va a vivir! ¡Tiene
la señora enferma y la hija estudia en
Tandil!
—Nos quieren echar.
—¿Por qué, don Ignacio?
—Dicen que no soy peronista.
—¿Que no es peronista? —el placero se
rió—; yo lo vi a usted a las piñas acá con Guzmán
por defenderlo a Perón.
—Los meto presos.
El viejo placero se quedó pensando.
—¿Y qué dice el comisario?
Ignacio recibió la pregunta como un hachazo.
Se paró y corrió hacia la bicicleta.
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—¿Dónde está el comisario?
El preso que lavaba el zaguán levantó la vista
y se cuadró.
—Adentro, con el oficial Rossi y los seis
milicos. Me sacó del calabozo y me mandó
que lavara la bandera y el piso.
Ignacio entró. La oficina estaba desierta.
Salió al patio y los vio. El comisario estaba
frente a la tropa y Rossi a su lado, con el uniforme
más limpio. Alcanzó a escuchar que el
comisario gritaba: «para terminar con el enemigo
apátrida que se ha infiltrado en Colonia
Vela».
—Venite a mi oficina, Rubén.
—No me des órdenes, Ignacio.
—¿Qué mierda hacés cagado de calor en el
patio? Vení a la oficina.
—No voy. No va nadie. Vos no me das más
órdenes, Ignacio. Sos un traidor.
Ignacio supo que no bromeaba. Lo miró
fijamente un rato, luego le dio la espalda
y salió. En el zaguán se paró frente al
preso.
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—¿Cómo te llamas, vos?
—Juan Ugarte, señor.
—Te vas al municipio y me esperas allá.
—Sí, don Ignacio.
El delegado tomó la bicicleta y salió.
El preso corrió calle arriba. Era mediodía.
Por los parlantes una voz gritaba tan
fuerte que sólo se oía un chillido confuso.
—¡Compañeros! ¡Compañeros!
Ignacio reconoció la voz de Reinaldo.
—¡Compañeros! ¡Los comunistas de Colonia
Vela traban nuestros justos pedidos de
fondos para la guardia de primeros auxilios!
¡Demoran el permiso para construir el monumento
a la madre! ¡Impiden la instalación de
las cloacas! ¡Compañeros! ¡Echemos a los
traidores Ignacio Fuentes y Mateo Guastavino!
¡Con la CGT de los trabajadores y la policía
del pueblo desbarataremos la maniobra
sinárquica contra Colonia Vela! ¡Compañeros!
¡De pie en apoyo del secretario general
del justicialismo, compañero Suprino! ¡Hagamos
tronar el escarmiento contra la oligarquía
marxista!
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Ignacio frenó la bicicleta con el taco del zapato
y la dejó contra el frente del almacén.
Era un viejo caserón que había sido de su padre,
como también el negocio que ahora
atendía su mujer.
Felisa envolvió los cien gramos de jamón,
los entregó a una chica de largas trenzas y se
limpió las manos en el delantal.
—Ya cierro, Ignacio. La comida está casi
lista.
—¿No escuchás los parlantes?
—No les presté atención.
—Hay revolución, vieja. ¡Me hacen una revolución!
¡Como a Perón!
—¿Qué decís?
—Cerrá el negocio; ¡rápido!
Felisa cerró las dos hojas de la puerta de
madera y dio un par de vueltas a la llave.
—Escuchame, Felisa: yo voy a salir. No
abrás a nadie. A nadie, ¿me entendés?
—¡Ignacio! ¿Qué hiciste, Ignacio?
El delegado fue hasta el dormitorio y sacó
de la cómoda un viejo Smith and Wesson.
Buscó entre las sábanas cuidadosamente plegadas
y juntó todas las balas. Quince en total.
—Traeme la escopeta.
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—No, Ignacio. ¿Qué vas a hacer? ¡Te van
a matar!
—¡Qué mierda me van a matar, si son unos
cagones!
—¡Voy a llamar a Rubén!
—Es contra ese hijo de puta que voy a
pelear.
Ignacio se puso el revólver a la cintura y
se echó la escopeta al hombro. Besó a su mujer
en una mejilla y antes de salir le dijo:
—Dios me hubiera dado un hijo para verlo
pelear al lado de su padre.
La calle estaba desierta. Desde el centro, a
seis cuadras, llegaba el griterío del parlante.
Ignacio buscó con la mirada a su alrededor.
—Mierda, me robaron la bicicleta.
Sobre la pared donde estuvo apoyada, alguien
había escrito con carbón:
Fuentes traidor
al pueblo peronista
—¡Hijos de puta! ¡A tiros voy a llegar al
municipio!
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Sin embargo, nadie parecía oponerse. Ignació
vio a doña Sara, la vecina de enfrente
que lo observaba a través de la ventana. Desde
un zaguán, sin dejarse ver, alguien gritó:
—¡Arriba Fuentes, viejo!
El calor era insoportable. Ignacio caminó
hacia la esquina. A los 51 años había perdido
demasiado pelo como para andar sin gorra
bajo el sol. Sintió la transpiración en el cuello;
la camisa se le pegaba en las axilas y bajo
la correa de la escopeta.
—¡Ignacio! —el grito lo detuvo, Se dio
vuelta y vio a su mujer que corría hacia él.
Llevaba un cinturón con cartuchos.
—Te los olvidaste.
La miró con una leve sonrisa.
—¿No me trajiste la gorra?
—No, los cartuchos. Te la voy a buscar.
—No. No salgás de casa. Andá.
Tornó la calle principal y avanzó dos cuadras
a pasos lentos. El pueblo parecía desierto.
Al llegar a la calle de la municipalidad se
detuvo y miró antes de doblar. Frente a la entrada
montaban guardia dos policías.
—¡Milicos! —gritó Ignacio.
Hubo un silencio.
—¡Milicos!
Los agentes miraron las puertas de los za-
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guanes vecinos. Estaban armados con viejas
ametralladoras.
—¡Acá, boludos, en la esquina!
Los policías se dieron vuelta. Ignacio gritó:
—¿Dónde está el comisario?
—¡El comisario Llanos se fue a almorzar!
—gritó un agente.
Los parlantes habían dejado de emitir las
proclamas. Era la una de la tarde y todo el
pueblo se disponía a la siesta. Ignacio avanzó
hacia la municipalidad. Un agente le salió al
paso.
—No puede entrar, señor.
—Orden de quién.
—Del comisario Llanos, señor.
—Y vos, ¿cómo te llamás?
—García, señor.
—¿Y vos? —se dirigió al otro agente.
—Comini, señor. No puede entrar.
—¿Dónde andan los otros?
—Acuartelados, señor.
—Ajá. ¿Quién los manda?
—El comisario, señor.
—¿Y si no está el comisario?
—El oficial Rossi.
—¿Y si no está?
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Los agentes se miraron.
—¡Acá mando yo, carajo! ¡Firmes, carajo!
—gritó Ignacio.
Se cuadraron.
—A vos, García, te nombro cabo y te aumento
el sueldo. ¿Cuánto ganás?
—Ciento cuatro mil con el descuento y el
salario familiar, don Ignacio.
—Te vas a ciento cincuenta.
—Gracias, señor.
—¡Cabo García!
—Ordene, señor.
—Mande al agente Comini a buscar al
placero.
—Sí, señor. ¡Agente Comini!
—Sí, mi cabo.
—¡Corra a buscar al placero Moyano! ¡Rápido!
Comini cruzó hacia la plaza.
—Cabo García.
—Señor.
—Venga que le firmo el ascenso.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Entraron a la municipalidad. Ignacio cerró
la puerta de acceso. En la oficina Mateo estaba
solo, encorvado en una silla. Su cara se ha-
25
bía vuelto pálida. Al ver al delegado se puso
bruscamente de pie.
—¡Don Ignacio! ¡Nos quieren echar, don
Ignacio!
—Tomá la escopeta. Vamos a resistir.
—¿Qué pasa, don Ignacio?
—Dicen que somos bolches.
—¿Bolches? ¿Cómo bolches? Pero si yo
siempre fui peronista..., nunca me metí en
política.
—Eso dicen. Prepará una ordenanza nombrando
cabo al agente García.
Mateo se sentó frente a la Olivetti y empezó
a escribir.
—Cabo García —dijo Ignacio—, vamos
defender el municipio. Monte guardia frente
a aquella ventana.
—Sí, señor.
Mateo sacó el papel de la máquina.
—¿Quiere firmar, don Ignacio?
Ignacio firmó. El cabo García miró el papel
y sacó pecho.
—¡Qué va a decir mi negra! —los grandes
bigotes casi le tocaron las orejas. Entraron
Comini y el placero.
26
—¿Cuánto ganás, Moyanito?
—Ochenta y tres mil, más o menos.
—Te nombro director de parques y jardines
y te aumento a ciento veinte mil.
—Gracias, don Ignacio, no sabe la falta
que me...
—Cabo García, dele su pistola.
—¿Para qué, don Ignacio? —preguntó Moyano.
—Para que defiendas al pueblo.
El placero no entendió demasiado. Tomó
la Ballester Molina y la miró de cerca. Estaba
a punto de jubilarse y sus manos temblaban
un poco.
—¡Agente García!
El vozarrón venía de la calle.
—¡El comisario! —García miró a Ignacio—.
Si me ve, voy al calabozo.
—¡Agente Comini!
—Me llama el comisario.
—Usted se queda —dijo el delegado.
—Para ser vigilante me voy con él.
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El comisario se había parado en el medio
de la calle. Tras él estaban el oficial Rossi, el
martillero Guzmán, Suprino, Reinaldo y media
docena de muchachos. Ignacio se asomó
por la ventana.
—¡Salí, García, te ordeno!
—Me vio, don Ignacio. Cagué.
—No te vio nada. No salgás.
—¡García!
—Yo me las tomo.
—¡Para, che! ¿Quién te nombró cabo?
—Usted, don Ignacio, pero si no salgo nos
van a meter presos a todos.
—No seas pavo. Si salís te va a cagar por
dejarme entrar al municipio.
—¡Comini! ¡Salí, macho! —gritó el comisario.
—Vos te quedás acá —ordenó García con
voz grave.
—Estás loco.
—Te quedás, te digo.
—Nos va a dar una calaboceada, che.
—Mi cabo, decí.
—Se queda acá —Ignacio apuntó el revólver
al pecho del agente—. Encerralo en el
baño —ordenó a García.
—Dame las armas, vos.
Comini tiró la metralleta y la pistola al sue-
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lo. El cabo lo empujó hasta el baño y cerró
la puerta con llave.
—A la orden, don Ignacio.
—Preparate para defender al gobierno.
—Acá no entra nadie, señor delegado. Moyano,
trabá la puerta del fondo.
—Yo no quiero que me maten.
—Te voy a matar yo si no me obedecés.
Moyano lo miró y tuvo la sensación de que
hablaba en serio. Corrió a cumplir la orden.
El comisario se había parado en la vereda
opuesta. Gesticulaba. Rossi se cuadró ante él
y salió a toda carrera. Suprino daba órdenes
a varios civiles jóvenes que estaban armados
con pistolas ametralladora y escopetas de
caño recortado.
En el pavimento reverberaban el calor y la
luz del sol. Rossi llegó con la camioneta de
la policía y la cruzó en la esquina para bloquear
el paso. Empezaban a acercarse los curiosos.
El parlante volvió a funcionar:
—¡Ciudadanos! ¡Los hombres de Colonia
Vela estamos librando una batalla por la libertad!
¡Fuentes, ladrón comunista con la camiseta
peronista, debe irse! ¡Saquémoslo de
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su guarida! ¡Viva la patria! ¡Viva Colonia
Vela! ¡Viva Perón!
—Qué carajo les pasa —dijo Ignacio en voz
baja—. Mateo, llamá a Tandil, al intendente.
—¿Va a hablar con el intendente?
—Directamente. Si no está, lo llamas a la
casa. Apurate antes de que corten el teléfono.
Mateo agitó la horquilla. La telefonista pidió
el número.
—Dame con el intendente, Clarita, rápido.
—García, cerrá los postigos que nos van a
tirar cartuchos de gas.
—No, si no tenemos gases en el cuartel,
don Ignacio.
—Cerrá igual. ¿Qué hace el comisario?
—Barricadas. El viejo choto está amontonando
porquerías en la calle. Le está sacando
los cajones de verdura al rengo Durán.
Juan Ugarte entró a la oficina por la puerta
del fondo. Detrás iba Moyano.
—¡La vida por Perón! —gritó Juan.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó
Ignacio.
—Estaba mirando desde el techo. Francotirador,
que le dicen.
—¡Un francotirador! —dijo Ignacio—
30
¡Claro, eso es! Agarrá la pistola y te vas arriba.
No tirés si no te ordeno.
—Allá voy.
—Che.
—¿Señor?
—¿Por qué estabas preso, vos?
—Por borracho, señor, para serle sincero.
Trabajo en el horno de ladrillos y de vez en
cuando me tomo una copa en el boliche del
viejo Bustos. Cada vez que me agarra un milico
me hace limpiar los calabozos y todo el
cuartel. La comida que dan es mala, acá el
agente le puede decir...
—Cabo —dijo García—, ahora soy cabo.
—¡Qué te parió que subiste! Bueno, ahora
me voy. ¡La vida por Perón!
—¡La comunicación, don Ignacio! —gritó
Mateo. El delegado corrió al teléfono.
—¡Hola! ¡Señor Guglielmini!
—Estaba durmiendo la siesta, Fuentes.
—Es que hay problemas, señor intendente.
Se me sublevaron el comisario y el secretario
del partido. Dice que vino a normalizar...
—¿Y qué va a hacer? —interrumpió el
intendente.
—Cómo que qué voy a hacer. Eso le digo
31
a usted. Estoy atrincherado en la municipalidad
y necesito la policía de Tandil.
—Mire, Fuentes, las cosas de Colonia Vela
arréglenlas allá. Mañana me pasa un informe.
—Usted es el intendente.
—Pero el cuestionado es usted.
—¿Quién me cuestiona?
—El consejo superior del partido. Dicen
que Mateo es comunista y que usted lo protege.
Que son todos de la Tendencia, como
los muchachos.
—¿Qué muchachos?
—Esos que le arreglaron los bancos de la
escuela y le limpiaron la sala de primeros
auxilios. Usted los conoce bien. Andan por
su despacho como Pedro por su casa...
—Son buenos muchachos, serviciales y peronistas.
—¡Mierda, peronistas! —Guglielmini cortó
bruscamente la comunicación.
Juan entró apurado. Tenía la camisa desabotonada
y el sudor le pegoteaba el pelo del
pecho.
—¡Don Ignacio, le allanaron la casa!
—¿Mi casa?
—Sí. Se llevaron presa a su señora. El par-
32
lante dice que había propaganda comunista y
armas.
—¿Eso dice?
—Sí. Libros del Che Guevara y armas.
—El matagatos..., me olvidé del matagatos...
¿Y qué tiene que ver Felisa en todo
esto?
—Se la llevaron de la mala manera, don Ignacio,
discúlpeme la noticia.
Ignacio se rascó la cabeza, se mordió el bigote
y dijo en voz baja:
—Se terminó la joda, ya me llenaron las pelotas.
Juan, andá a buscar a la cuadrilla del
corralón. Le contás al capataz y les decís a
los muchachos que se vengan con vos. No,
mejor te doy una orden escrita. Hacela, Mateo.
—¿Y qué hago? —dijo Juan—. Son ocho o
diez viejos chotos.
—Te armas una tropa. Hay picos, palas, cuchillos.
Llevátelos a la plaza.
García miraba a la calle por una rendija de
la ventana.
—Le desparramaron toda la fruta al rengo.
Se me hace que nos van a atacar.
33
—Los cagamos a tiros antes —dijo Ignacio.
Juan salió por la puerta del fondo. Mateo
dijo:
—Yo puedo renunciar, don Ignacio. Así se
arregla todo.
—Vos no renunciás —dijo el cabo García—.
Ahora das la vida por Perón.
—La vida por Perón —repitió Ignacio en
voz baja—. ¿Qué estará haciendo Perón ahora?
—Hay mucha gente mirándonos —sonrió
García—. Todos los que nos votaron están
ahí ahora.
El delegado fue hasta la ventana y buscó
un resquicio por donde mirar.
—¡Ignacio Fuentes! —gritó desde la calle
el comisario, ahuecando las manos—. ¡Ríndanse
a la ley! ¡El tribunal del partido los va
a juzgar! ¡Ríndanse!
Ignacio abrió un postigo y rompió el vidrio
con la escopeta.
—¡Rendite vos, desacatado!
—¡Usted sublevó al personal policial! ¡Entregue
a los agentes García y Comini!
—¡Vení a buscarlos, gordo hijo de puta!
—¡El pueblo es testigo! ¡Sos un comunista
cabrón!
34
Ignacio hizo fuego. La perdigonada dio en
los cajones de fruta y volteó la barricada. Los
curiosos se desbandaron. El comisario se tiró
cuerpo a tierra.
—¡Iiiija, mierda! —gritó García. El placero
se tapó las orejas. Ignacio cargó los dos caños
de su escopeta. Mateo empezó a temblar.
Sonó el teléfono.
—Hola —atendió Mateo.
—¿Compañero Mateo? Deme con don Ignacio.
El empleado pasó el teléfono al delegado.
—Compañero Fuentes, le habla Morán, de
la juventud peronista, para hacerle llegar
nuestra solidaridad.
—Vengan a pelear conmigo.
—Estamos en asamblea permanente. Si la
asamblea lo decide, allá estaremos.
—Bueno, vayan a la plaza y se unen a la
cuadrilla municipal. Traten de tomar el parlante.
Ignacio cortó. Una descarga de ametralladora
golpeó en el frente del edificio. Una bala
entró por la ventana y destrozó el termo que
estaba sobre la mesa.
35
—¡Al suelo! —gritó el cabo.
—¡Suéltenme! —chilló Comini desde el
baño.
Ignacio se arrastró hasta la otra ventana y
entornó el postigo. El comisario corría hacia
la camioneta cuando resbaló y rodó por el pavimento.
Desde el techo de enfrente, tres jóvenes
volvieron a tirar. Ignacio y el cabo se
agacharon. El placero disparó su pistola. La
bala entró en el capó de la camioneta policial
cuando ésta se ponía en marcha. El vehículo
dio un brinco y se detuvo en el medio de la
calle. Entonces se vio el choque y se oyó el
estallido.
—¡Los muchachos del corralón! —gritó Ignacio,
eufórico.
El desvencijado Chevrolet de la cuadrilla
giró en la esquina quemando las gomas contra
el pavimento. El que manejaba parecía haber
perdido el control. La trompa del camión
apuntó hacia la vereda primero y luego, bruscamente,
se incrustó contra la camioneta. El
techo del coche policial se abrió con un ruido
agudo y sus ruedas se despegaron del suelo.
Se arrastró tres metros, vaciló, y mientras
caía de costado le estalló el tanque de nafta.
El fuego empezó a cubrirlo. Adentro, el ofi-
36
cial Rossi alcanzó a ver el cielo por la puerta
que se abrió sobre su cabeza. Saltó y corrió
con el uniforme encendido. El cabo García le
tiró; la bala pasó a medio metro de su cabeza.
Rossi gimió y se dejó caer sobre el pavimento.
El fuego le llegaba a las solapas. Ocho
hombres con picos y palas cruzaron desde la
plaza hacia el Chevrolet que también empezaba
a incendiarse. Una ráfaga que partía desde
un techo los obligó a retroceder hasta los
primeros árboles. Uno renqueaba. El oficial
Rossi avanzó con esfuerzo hacia la vereda dominada
por la policía; trataba de quitarse la
chaqueta incendiada. Desde un zaguán, un vigilante
le tiró un balde con agua. El fondo del
recipiente golpeó contra la cabeza del oficial
y se vació sobre el pavimento. Atontado, Rossi
se arrastró desesperadamente y apoyó la espalda
en el agua. A golpes de gorra trataba de
apagarse las botamangas de los pantalones.
—Esto se pone feo —dijo el comisario. Tenía
un codo lastimado y la manga de la chaqueta
desgarrada por el revolcón.
—Ahora estamos en el baile, Rubén. Hay
que sacarlos antes de que vengan los periodistas
de Tandil.
37
—Suprino dijo que el intendente y el consejo
superior se hacían responsables.
—Sí, pero no de este quilombo. Si los sacamos
es asunto terminado, pero si no, vamos
a tener baile.
—Metámosle bala.
—Esperá. Dejá que tiren los pibes, que después
desaparecen. Vos tenés que estar limpio.
Suprino dijo que vas a ser jefe en Tandil.
—Allá debe haber comunistas a patadas.
—Lleno. En la facultad, en la metalúrgica.
Vas a tener para divertirte.
—Che, Guzmán —dijo el comisario por lo
bajo, con una sonrisa de complicidad.
—¿Qué?
—¿Te acordás cuando eras gorila?
—Vamos, nunca fui gorila. No era peronista
y ahora sí, porque Perón se hizo democrático.
Esa es la verdad.
Suprino y Reinaldo llegaron en un Torino
que se detuvo lejos del fuego. Se acercaron a
Llanos y Guzmán.
—¿Qué pasa? —preguntó Suprino.
—Ignacio se retobó —dijo el comisario.
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Suprino miró la hoguera que crecía sobre
los vehículos y escupió con fuerza.
—Bueno, la cagada la hizo él. Hablé con el
intendente y me dijo que manda diez civiles
más. Arriba quieren que el trabajo se haga rápido
y limpito. Los pibes terminan esta noche
y a la mañana se van a Mar del Plata. Eso
sí, tenemos que mostrar algunos policías lastimados.
Para los periodistas.
—¿Y cómo?
—Mándalos a atacar el edificio. Los van a
balear.
—Mandarlos al muere, decís.
—No es para tanto. Con algún herido estamos
hechos. Les voy a dar la orden de parte
tuya.
En la esquina aparecieron Morán y otros
dos muchachos que apenas llegaban a los
veinte años.
—¡Comisario Llanos!
—¿Qué quieren? Circulen o la van a ligar
ustedes también.
—La asamblea de la juventud peronista
sacó un comunicado.
—Ajá. ¿Y qué dice?
—Si quiere se lo leo.
—No hace falta. Dejáselo a Rossi y preséntense
detenidos.
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—Detenidos las pelotas.
—¡Comunistas de mierda! ¡Oficial Rossi!
—¡Rajemos! —gritó Morán.
Los tres muchachos corrieron hacia la
plaza.
—Ordene, mi comisario —dijo Rossi. Tenía
el uniforme roto y chamuscado. Arrastraba
la pierna derecha.
—Preparate para atacar.
—Estoy herido, mi comisario.
—¿Herido?
—Me prendí fuego.
—¿Cómo carajo te prendiste fuego?
—Estaba en la camioneta cuando se empezó
a incendiar.
—Te quisiste rajar, seguro.
—No, mi comisario. Vigilaba la retaguardia.
—Bueno. Vas a atacar igual.
—Me tengo que curar, mi comisario. Con
un poco de pancután estoy hecho.
—Te quedas así. Calavera no chilla.
—Me duele.
—Te aguantás.
—¡Pero si me quemé hasta las verijas!
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—hizo una pausa—. Y tengo otro herido más.
—¿Otro?
—Antonio. Lo cagaron de una pedrada
cuando pasaba en bicicleta frente a la plaza.
Se cayó y se peló una rodilla.
—Ajá. Se quedan así, aguantando machos
hasta que lleguen los periodistas de Tandil.
Preparate para el ataque. ¿Cuántos son?
—Yo y tres.
—Bueno. Se van a arrastrar frente al municipio
y van a tirar un cartucho de gas.
—Si no tenemos gas.
—Se lo pedís al civil, al rubio de camisa
amarilla o a cualquiera de los que llevan brazalete.
Ellos van a ir atrás de ustedes para cuidarles
la espalda.
—¿Para qué nos van a cuidar la espalda si
el enemigo está adelante?
—Me parece, che, que vos estás cagado.
—Es que nos van a reventar a tiros. Don Ignacio
está enojado hoy.
—¿Qué son, maricas?
—No, mi comisario.
—Cumplí la orden, entonces.
El comisario se quitó la gorra grasienta y
se secó el sudor con el pañuelo. Miró irse al
41
oficial Rossi que arrastraba una pierna como
si se le hubiera secado. No estaba seguro de
haber hecho lo mejor. Vio a Suprino junto a
la camioneta que seguía ardiendo. Lo llamó
de un grito. El secretario del partido se acercó.
Se había puesto un pañuelo en la cara,
como un cow–boy, y sostenía una escopeta
de caño recortado.
—Mandé a Rossi al asalto —dijo el comisario—,
¿qué te parece?
—Está bien, porque los pibes de Tandil están
medio cabreros. En el sindicato les dijeron
que venían por una huelga, no para esto.
—Mandá a algunos con Rossi y a otros por
el techo, que entren por atrás.
—No sé si van a querer. Son unos pendejos
prepotentes.
—Repartiles unos caramelos, por ahí se
ablandan.
Suprino lo miró. Tenía el pañuelo mojado
por el sudor.
—¿Todavía tenés ganas de hacer chistes?
—¿Y vos? ¿Para qué mierda te pusiste el pañuelo
ése? Pareces un payaso.
—Me lo dio mi mujer.
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—Entonces cuidalo, se te está ensuciando.
Suprino se alejó. El comisario cruzó la calle.
Guzmán estaba uniendo dos cables largos.
—A ver si hacés andar un rato el parlante.
Hay que darle ánimo a la gente.
—Me habían cortado los cables —dijo Guzmán.
Desde la esquina llegó una andanada de
cascotes. Uno pegó en la espalda de Guzmán.
El martillero se dobló y cayó de costado. Con
una mano trataba de encontrar la herida. El
comisario se arrojó dentro de un zaguán.
En la esquina, cuatro muchachos huían hacia
la plaza. Un civil tiró al bulto. La gente
que estaba amontonada a una cuadra de distancia
desapareció dentro de las casas.
—¡Rossi! ¡Cuándo vas a atacar, carajo!
—gritó Llanos.
—¡Ya, mi comisario! —contestó el oficial—.
¡Ya vamos!
Llanos miró a su alrededor. La camioneta
y el camión seguían ardiendo y el calor descascaraba
los frentes de dos edificios que tenían
los vidrios destrozados. Guzmán estaba
sentado en el porche de un chalet. Se frotaba
43
la espalda contra la pared. Detrás del Chevrolet,
policías y civiles recibían órdenes de
Suprino y Rossi.
«Bueno —se dijo el comisario—, ahora van
a salir como ratas.»
En la oficina de la delegación, Ignacio chupaba
lentamente un mate. El cabo García vigilaba
una ventana y el placero Moyano la
otra.
—Los muchachos se portaron —dijo Moyano—.
Los tenemos cagando aceite.
—Me parece que se van a venir —dijo García—.
Hay mucha conciliación.
—Confabulación —corrigió Ignacio.
—Eso. De noche la vamos a pasar mal. Si
los muchachos de la plaza tuvieran armas, los
podrían rodear.
Juan entró apurado por la puerta del
fondo.
—Cuidado, don Ignacio —dijo—, vienen
para acá. Se arrastran como culebras.
Ignacio puso el mate sobre el escritorio.
—Dejame ver.
44
El delegado apartó a García y se agachó
junto a la ventana.
—Sí, se vienen cuerpo a tierra.
García retomó su puesto.
—Se traen a los civiles. Reinaldo se subió
al techo de enfrente; está enmascarado el
loco.
Rossi y los tres vigilantes habían salido
arrastrándose por detrás de los vehículos incendiados.
Después aparecieron los civiles.
Eran seis y llevaban armas largas. Avanzaban
con dificultad, levantando las cabezas del
pavimento.
—Se van a quemar las bolas —dijo García—,
la calle está echando fuego. Una cerrada
descarga partió desde afuera. El comisario,
apostado en un zaguán, Guzmán y el vigilante
lastimado desde el chalet y Suprino desde
el techo, tiraban contra las ventanas del edificio.
Los postigos y los vidrios se hicieron
pedazos. Moyano cayó hacia atrás. Todos,
adentro, se arrojaron al piso.
—¡Mierda! —gritó García—. ¡Cómo nos
dieron!
El suelo estaba manchado de sangre. Mo-
45
yano no se movía. Juan se arrastró hasta el
placero y le miró los ojos.
—Pobre Moyanito —dijo.
García se puso de pie y se apretó contra la
pared. Asomó el caño de la ametralladora por
la ventana destrozada y disparó contra los
que cruzaban la calle. Uno de los policías se
levantó y salió corriendo. Los demás se frenaron
y tiraron contra el municipio. Las balas
picaron la pared de la oficina. El retrato
de Perón se movió y luego cayó al suelo.
—Estamos listos —dijo García—. Mejor
rendirse, don Ignacio.
—¡No! —gritó Juan—. ¡Si todavía nos queda
la aviación!
—No jodás ahora —rezongó el delegado.
—No, don Ignacio, le digo en serio. Tenemos
el avión. Si lo encuentro a Cerviño les
podemos dar guerra.
—No estamos para jodas, che.
—Nada de joda, don Ignacio. Aguanten
todo lo que puedan mientras yo lo busco a
Cerviño.
Salió por la puerta de atrás. Desde un techo,
alguien le disparó. Juan corrió a través
del patio y saltó la pared del fondo. Afuera,
46
vigilantes y civiles seguían arrastrándose hacia
la vereda del municipio. Dos autos aparecieron
en la esquina.
—¡Los periodistas! —dijo Suprino.
—¡El intendente! —gritó el comisario.
El primer coche, un Peugeot, se acercó a
gran velocidad. El que manejaba no vio a los
hombres que estaban echados sobre la calle
y pisó a uno. El muchacho de camisa amarilla
gritó y quedó bajo el auto cuando éste frenó.
Los demás se pararon y corrieron hacia
el conductor.
—¿Por qué no miras por dónde vas, boludo?
—gritó Rossi.
—¿A quién le decís? —preguntó el gordo
que manejaba, mientras abría la puerta y saltaba
a la calle—. ¿A quién le dijiste boludo?
—A vos —dijo Rossi y tiró un derechazo
que pegó en el amplio pecho del gordo. El
hombre retrocedió y sacó una cachiporra de
goma; después se fue encima del policía y lo
golpeó en la cabeza. Cuando el oficial se dobló,
el gordo le dio un rodillazo en la barriga.
Rossi aspiró y cayó con la boca abierta.
Del Peugeot bajaron cinco hombres jóvenes.
Del segundo auto, un Falcon, salieron otros
47
seis civiles. Llevaban armas largas. Del baúl
del Falcon sacaron lanzagases y cartuchos. El
último en salir del Peugeot fue el intendente.
—¡Dónde está el comisario! —gritó.
En la oficina, Ignacio se acercó a la ventana
y miró.
—Vino Guglielmini. Trajo más civiles.
—Por ahí nos defienden —dijo García.
—Están del otro lado —contestó Ignacio—.
Tapen las ventanas con cartones mientras
yo le mando un mensaje al intendente.
Escribí, Mateo.
El empleado corrió a la Olivetti y revolvió
en un cajón hasta encontrar papel.
—Poné: «Señor intendente, lo hago responsable
de lo que está pasando en Colonia
Vela. Esos traidores mataron al placero Moyano,
y si quieren guerra la van a tener. Perón
o muerte.»
—¿Quién lo va a llevar? —preguntó Mateo
con voz temblorosa.
—Comini. Largalo.
Mateo pidió la llave al cabo García y abrió
48
la puerta del baño. Como no oyó ruido, se
asomó.
—Perdone —dijo.
Cerró la puerta y miró a Ignacio. Se había
puesto colorado.
—Ya sale —agregó.
Un minuto más tarde, Comini salió abrochándose
los pantalones. García le dijo:
—Estás suelto. Le vas a llevar un mensaje
al intendente. Levantá un pañuelo blanco
cuando salgás.
—¿Cuál es el intendente?
—El viejo alto, de traje azul —lo señaló por
la ventana. Mateo le entregó el papel. Comini
abrió lentamente la puerta, agitó el pañuelo
y salió. Todas las armas le apuntaron.
—¡Traigo un mensaje para el intendente!
—gritó y se acercó con los brazos levantados.
Guglielmini leyó el papel.
—¡Un muerto! ¡Qué cagada hiciste, Llanos!
—Ellos tiraron primero. Tengo varios heridos.
El intendente sacó una libreta y una lapicera.
Se apoyó en el techo del Peugeot y escribió:
«Señor delegado. Está acusado de infiltrado
y subversivo. Presente su renuncia y
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lo llevaremos ante el Tribunal del Partido.
Perón o muerte.» Lo entregó a Comini. El vigilante
cruzó la calle hasta la municipalidad.
Golpeó la puerta. El cabo García le abrió. Comini
entregó el papel y se quedó parado frente
a la puerta. Ignacio leyó el mensaje.
—Hijo de puta. Nos va a tener que sacar
muertos. Mateo, escribí.
El empleado fue a la máquina.
—Pone: «Váyase a la reputa que lo parió.
Perón o muerte.» Dáselo a Comini y trancá
la puerta.
Cuando el intendente recibió el mensaje
estaba reunido con Suprino, Llanos, Guzmán
y Reinaldo en la puerta de la CGT.
—¿Qué dice? —preguntó Guzmán.
—Me putea.
—Yo creo que usted tiene que nombrar un
nuevo delegado —dijo Suprino.
—Todavía no puedo. Ustedes trabajaron
mal. Si Llanos lo hubiera metido preso a
Fuentes, vos quedabas de interino. Ahora el
asunto es grave. Los diarios le van a dar manija
al muerto.
50
—¿Qué hacemos, entonces?
—Voy a mandar a algún muchacho del comando
a que ponga armas y propaganda de
los Montoneros en la casa del Moyano ese.
Vos, Llanos, decí por el parlante que Fuentes
entregaba armas a los guerrilleros. Decíselo
también a los periodistas. Poné una bomba
en la puerta de la CGT y después meté presos
a dos o tres pibes de la juventud. Hay que
armar el paquete. Rápido. Vos, Suprino, hacé
que dos civiles me baleen el auto. Los muchachos
del comando se van a encargar de
Fuentes y los otros. Vamos.
Salieron. El intendente dio órdenes a los civiles.
Cuando se acercaban al cuartel de policía
escucharon la detonación de la bomba.
—Me va a tener que dar una subvención
para arreglar el edificio —dijo Reinaldo con
una sonrisa.
—¿Qué piensa la gente de Ignacio? —preguntó
Guglielmini.
—Y... no sé. Lo de comunista no se lo van
a tragar —dijo Suprino.
—Esta noche llená el pueblo de panfletos
diciendo que es puto, que se dedicaba a las
51
orgías en Tandil y poné también que era
cornudo.
—¡Carajo! —gritó el comisario—. ¡Miren
eso!
En el frente del edificio de la policía, alguien
había escrito con carbón:
A Suprino y a Llanos
con el pueblo los colgamos
—Pendejos de mierda. Hoy nos cagaron a
pedradas —dijo Llanos.
—Se creen muy vivos los hijos de puta
—dijo Suprino—. Eso pasa por darles demasiada
piola.
Llegaron al frente del edificio de la comuna.
Un Torino con cuatro personas esperaba
en la esquina. Suprino caminó hasta el auto.
—Qué me dice, señor Luzuriaga.
—Que esto es demasiado.
—Ustedes lo aprobaron, ¿no?
—Aprobamos la destitución de Fuentes,
pero esto no lo podemos apoyar delante de
la prensa si no sale bien.
52
—Hable con el intendente.
—No tenemos nada que hablar con él. Ya
charlamos todo con usted en su momento. Si
mañana las cosas no están en orden, la Sociedad
Rural se lava las manos.
—Va a estar todo bien.
—¿Qué fue esa explosión? —preguntó Luzuriaga.
—Los de la juventud pusieron una bomba
en la CGT.
—¿Los agarraron?
—Están en eso, no se preocupe.
El Torino se alejó. Suprino volvió junto al
comisario y el intendente. Llanos miró su reloj.
Eran las siete de la tarde. Se sentía cansado.
Pensó que las cosas habían ido demasiado
lejos. Advirtió qué la gente lo miraba
desde los postigos de las ventanas. Cuando
todo terminara lo trasladarían a Tandil. Siempre
había querido vivir allí. Frente a la municipalidad
sitiada había unas treinta personas.
Pensó que Fuentes tendría que salir, no
podía ser tan cabezadura.
—Si sigue ahí se le va a pudrir el cadáver
del placero —se dijo a sí mismo.
Se detuvieron frente al Peugeot de Gugliel-
53
mini. Tenía las puertas agujereadas por cinco
balazos.
—Todo va a andar mejor ahora —dijo el intendente—.
Voy a constituir mi despacho en
el banco de la provincia.
—Véngase a la comisaría.
—No, no es el momento. Téngame informado.
¿Vio cómo me agujerearon el auto?
—Señor Guglielmini...
—¿Qué?
—No me va a dejar en banda, ¿no?
—¿Qué quiere decir?
—No, nada —Llanos hizo una pausa—.
Digo si me va a apoyar hasta el final.
—Por favor...
—Digo. No lo tome a mal. A mí me puso
acá Fuentes. Nunca me gustó la política. Nada
más que quisiera irme a Tandil con el ascenso.
Mi mujer quiere que los chicos hagan la
universidad allá.
—Claro.
—¡Comisario!
El oficial Rossi llegó corriendo. Tenía un
parche sobre la cabeza.
—¡Viene un avión, comisario!
54
—¿Un avión?
—Allá —Rossi señaló hacia el oeste. Lejos
se escuchaba el ruido de un motor. Todos miraron.
El viejo aparato parecía más pequeño
contra el sol.
El motor tartamudeaba. Se acercó y pasó a
cien metros de altura.
—Cerviño —dijo Reinaldo.
—¿Quién? —preguntó el intendente.
—El fumigador. Echa remedio en el campo.
Siempre borracho.
Cerviño bajó la potencia del motor y dejó
que Torito planeara hacia el campo. Luego
giró hasta ver otra vez el pueblo.
—Hacé una pasada bajita y los regamos
—dijo Juan—. Nos vamos a divertir.
La hélice gruñó pidiendo grasa. El escape
soplaba fuego. Cerviño metió el avión sobre
la calle principal y lo bajó a cincuenta metros.
—Bajá más.
Planeó a veinte metros, sobre los autos y
la gente que estaba frente al municipio.
—¡Ahora!
Juan bajó la palanca del depósito. Una llu-
55
via fina, gris, cayó sobre los hombres que miraban
el avión.
—¡Viva Perón, mierda! —gritó Cerviño.
El intendente tropezó con el cuerpo de un
muchacho de anteojos negros y se fue al suelo.
El asfalto le quemó las manos. Sintió que
sobre su cabeza caía un rocío fresco y suave.
Empezó a estornudar. Rossi se zambulló en
un zaguán y su cabeza golpeó contra la ametralladora
de un gordo que tenía una gorra a
cuadros. Su herida empezó a sangrar otra vez.
El martillero Guzmán se metió bajo el Peugeot.
Dos civiles subieron al auto que arrancó
a toda marcha. Guzmán sintió el peso del
coche sobre su mano derecha y un dolor punzante
le recorrió todo el brazo. Cuando vio
la sangre que salía de los dedos reventados
tuvo un mareo y se desmayó. El avión volvió
a pasar. El comisario se había refugiado
bajo un árbol de la plaza. Apuntó hacia el aparato
y apretó el gatillo. En ese momento su
vista se nubló, oyó un sonido metálico que
se demoraba dentro de su cabeza y cayó de
rodillas. Luego su nariz se hundió en el césped.
Dos hombres de la cuadrilla municipal
56
lo tomaron de los brazos y lo arrastraron entre
los árboles.
Ignacio asomó la cabeza por la ventana y
sorprendió a un vigilante que escapaba ciego
por la vereda del municipio. Le pegó con el
caño de la escopeta y lo vio caer. Los ojos le
lloraban y el DDT flotaba aún en el aire. Los
que seguían en el suelo, desparramados a lo
largo de la calle, estornudaban sin parar.
El cabo García volvió a cubrir las ventanas
con cartones.
—Les estamos dando con todo, don Ignacio.
Cerviño es un campeón.
El delegado se tiró en el sillón de las visitas
y miró el cuerpo de Moyano, tapado con
diarios.
—¿Y ahora? —dijo.
—¿Ahora qué? —respondió García.
—Eso digo, ¿Qué va a decir Perón?
—Va a estar orgulloso —dijo el cabo—. Por
ahí me nombra comisario.
Cuando el avión pasó por primera vez, Guglielmini
se había protegido bajo los restos
de la camioneta y el camión carbonizados. Se
57
arrastró bajo los chasis y su traje se puso negro.
Tenía también la cara y las manos sucias
de hollín. Levantó los ojos y vio, bajo los restos
del Chevrolet, a dos muchachos que habían
llegado con él. Avanzó hacia donde estaban.
Uno, morocho, de ojos pequeños, tenía
en las manos una escopeta enorme. El
otro, de pelo castaño y nariz filosa, se pasaba
el pañuelo por la cara, pero sólo conseguía
ensuciarla más.
—¿Adonde nos trajo? —preguntó el morocho—.
Este no es un trabajo serio.
Al acercarse, Guglielmini sintió que la botamanga
de su pantalón se desgarraba, enganchada
por el caño de escape del camión.
—Está bravo —dijo el intendente—; vamos
a tener que esperar la noche para atacar.
—Si no nos envenenan antes —gruñó el
que se frotaba con el pañuelo.
—Le puedo tirar cuando pase de nuevo. Se
va a hacer pomada —propuso el de la escopeta.
El rugido del motor se alejó hasta desaparecer.
—Debe haber ido a cargar más DDT
—murmuró el intendente.
58
—No le queda mucha luz. Cuando venga la
noche está listo —dijo el morocho.
Se arrastraron hasta salir de entre los escombros.
Guglielmini tosió y escupió. La calle
estaba desierta. El cielo era rojizo y el sol
había bajado. El calor parecía haberse comprimido
en este lugar como en un horno.
Caminaron hacia la esquina de la plaza. Al
intendente le sangraba el tobillo bajo el pantalón
desgarrado. El morocho se echó la escopeta
al hombro, sacó los anteojos negros y
al ver que estaban rotos los tiró. Sonó un balazo.
El morocho sintió que el golpe lo arrancaba
del piso. Tendido, aguantó el dolor que
le penetraba también la espalda. Se sentó con
esfuerzo y buscó el agujero por todo el cuerpo.
Lo encontró en la rodilla izquierda. Cuando
vio que Guglielmini y su compañero
huían, se puso a llorar.
—¡Le pegué, don Ignacio! ¡Le saqué una
pata! —gritó García.
Cuando el policía retiró su pistola, el delegado
miró por el hueco del cartón.
59
—Tenés buena puntería, cabo —dijo—. La
vamos a necesitar.
60
Entró al baño. Cerró la puerta con llave, se
bajó los pantalones y se sentó sobre el inodoro.
Quería pensar. Sabía que no podrían
aguantar toda la noche. Les sería imposible
abandonar el edificio porque el patio estaría
custodiado desde los techos. Ellos no podrían
acercarse con luz mientras García y él
tuvieran armas. Pero, ¿qué pasaría cuando se
les terminaran las balas? Miró su reloj y le dio
cuerda. Dentro de una hora el avión no podría
volar entre las casas. De todos modos,
Cerviño había hecho un buen trabajo. Concluyó
que no les quedaban muchas posibilidades.
Además, en la oscuridad, sin testigos,
sería imposible rendirse. Se preguntó dónde
estarían los vecinos, por qué no venían en su
ayuda. Tiró la cadena y miró el agua que se
arremolinaba dentro del inodoro. Fue hasta
el espejo y se apretó un barrito de la nariz.
Abrió la puerta y pasó a la oficina. Mateo estaba
sentado en el suelo. Tenía la cara desencajada.
—Nunca me hubiera imaginado esto, don
Ignacio —dijo.
—Yo tampoco. Cebate unos mates, ¿querés?
Dos hombres de la cuadrilla arrastraron al
comisario hasta la tupida arboleda de la plaza.
Luego, ayudados por dos jóvenes, lo llevaron
hasta la vereda, frente al cine. La ambulancia
se acercó y cargaron el cuerpo sobre
una camilla. Cinco hombres subieron
atrás y otro se sentó junto al que manejaba.
—¿Dónde lo llevamos?
—Al sótano del ferrocarril.
A marcha moderada la ambulancia fue alejándose
del centro. Fuera del pueblo, tomó
por un camino de tierra. Llanos había reaccionado,
pero no se daba cuenta de lo que
ocurría a su alrededor. Era como si demasiados
sueños lo hubieran asaltado al mismo
tiempo. Vio el revólver que le apuntaba a la
cara. Después miró a los otros hombres. Sucios,
vestidos con gastados pantalones, encapuchados
sostenían ametralladoras. Uno de
61
ellos escupía a cada rato cerca de sus piernas.
—¿Qué pasa? —levantó la cabeza—
¿Adonde me llevan?
—Prisionero de guerra —dijo el joven que
le apuntaba.
—¿Qué guerra?
—Esta.
Llanos recostó la nuca sobre el borde de la
camilla. Le dolía mucho la cabeza. Por primera
vez le pareció difícil llegar a jefe de policía
de Tandil.
El avión planeó sobre el campo, tocó los
pastizales ralos y carreteó hasta un galpón.
Cerviño y Juan saltaron a tierra. Juan dio un
largo trago a la botella y luego la pasó a su
amigo. Cerviño se echó el gollete a la boca y
mientras tragaba miró el sol que se ocultaba
en el horizonte, tras la línea recta de la
llanura.
—Para colmo va a llover —dijo en voz
baja; después miro a Juan—. Traé el bidón.
Juan corrió hasta el galpón y volvió con el
combustible.
62
—Habrá diez litros —dijo.
—Es poco, carajo.
—DDT no hay más —dijo Juan, mientras
volcaba la nafta en el tanque del avión.
Cerviño calculó que con diez litros podría
hacer una pasada rápida sobre el pueblo y
aterrizar en otro campo más cercano. Pero
no valía la pena.
—Voy a ir de noche —dijo.
—Estás loco.
—Escuchá. Andate hasta el pueblo en la bicicleta.
Avisá a la gente de la calle del municipio
que cuando oigan el ruido del avión,
prendan las luces de los frentes, así puedo entrar
por el corredor.
—Te vas a tragar los cables de la luz.
—¿Te creés que vuelo desde ayer? Nos vamos
a cagar de risa, Juan.
—Si decís que va a llover... Es una locura,
che.
63
—Dejate de joder. Después que le avisés a
la gente te vas al municipio y aguantás allá.
Cuando sea el momento justo hacés que don
Ignacio prenda y apague tres veces las luces
del frente. Entonces voy yo.
—¿Y qué vas a tirar?
—Mierda. Los voy a tapar de mierda.
—¡Juiiiii! —gritó Juan y palmeó a su amigo.
—No me llantiés la bicicleta —dijo Cerviño,
y fue hasta el galpón.
Volvió al avión con una pala y diez bolsas
de arpillera. Puso en marcha el motor y llevó
a Torito hasta un extremo del campo. Luego
lo hizo carretear y elevarse. Cerviño estaba
seguro de que al chanchero Rodríguez le
iba a gustar que le limpiara gratis el corral. Y
hasta le prestaría veinte litros de nafta. Buscó
la botella bajo el asiento, pero se la había
llevado Juan.
—Borracho de mierda —dijo, y cerró la
ventanilla por la que silbaba el viento.
En seguida que llegó al banco, el intendente
se dio una ducha. Suprino le había llevado
un traje suyo, una camisa y un calzoncillo
blanco.
Guglielmini dejó que Reinaldo le vendara
el tobillo herido. Ya vestido, se sentó frente
a una mesa. Un muchacho de bigotes finitos,
que tenía un brazalete amarillo sobre la man-
64
ga derecha de la camisa, sirvió café. Guzmán
entró a la oficina. Tenía un brazo atado contra
el pecho. Sobre el vendaje de la mano había
una opaca mancha de sangre.
—Llegaron los periodistas. Están sacando
fotos de la calle. Hay uno que quiere hacerle
un reportaje a Ignacio en el municipio.
—Póngalos bajo protección policial. No se
pueden acercar al lugar. Que dejen las cámaras
de fotos acá. Voy a dar una conferencia
de prensa.
—Le aviso al comisario —dijo Guzmán.
—¿Dónde está?
—No sé. ¿No andaba con usted?
—No. Entonces dígale al oficial Rossi que
los civiles rodeen el municipio para que no
se acerque nadie.
Guzmán salió. Guglielmini prendió un cigarrillo
y miró a su alrededor.
—Ya saben lo que hay que decir. Comunistas,
armas, la bomba a la CGT, el atentado
contra mi auto, que me salvé porque hay
Dios. Todo eso. Voy a hablar yo.
Cinco minutos más tarde, los periodistas
entraron en la sala. El intendente se puso de
pie y los saludó con una sonrisa. Sintió que
65
el traje de Suprino le apretaba entre las
piernas.
—¿Cómo están, muchachos?
Eran cuatro y dijeron que estaban bien. El
joven de bigote les sirvió café. Tres periodistas
sacaron lapiceras y papeles; el otro encendió
un grabador. Guglielmini empezó a hablar.
Cuando terminó el relato, agregó con
gesto complacido:
—Pregunten lo que quieran. Ya me conocen,
yo también fui periodista.
—¿Cree que el gobierno intervendrá la municipalidad
de Tandil?
—No —dijo el intendente—. El gobierno
provincial, con el que estamos plenamente
consustanciados en su defensa de la verticalidad
justicialista, sabe que estamos llevando
adelante una lucha contra la sinarquía internacional
que en Colonia Vela es comandada
por el delegado municipal y la juventud que
se dice peronista.
—¿Usted cree que es necesaria tanta violencia
policial? —preguntó un cronista.
—No ha habido violencia policial, señor.
Son los marxistas los que han atacado a las
fuerzas del orden. Incluso sabemos que Igna-
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cio Fuentes asesinó a un pobre placero, obrero
municipal, por negarse a pelear contra las
autoridades a las que reconocía legítimas y
peronistas.
—¿Esto podría ser motivo de intervención
por parte de efectivos del ejército? —preguntó
el del grabador.
—No, señor. Los militares están subordinados
al gobierno del pueblo y sólo serían llamados
a intervenir en caso de que se tratara
de una sublevación importante. Pero no hay
necesidad, puesto que los marxistas son una
ínfima minoría. La policía y algunos ciudadanos
que colaboran con ella harán cumplir la
ley esta misma noche.
—¿Qué es ese olor a DDT? —preguntó otro
de los periodistas.
—Teníamos un tanque en el camión. Un
tanque que reventó.
—El DDT no revienta —dijo el periodista.
—Pero esta vez reventó —contestó Guglielmini—.
Pueden volver a Tandil. Mañana
les haré llegar un comunicado de prensa
detallado.
—Yo me voy a quedar un rato —dijo un
cronista—. Es una linda nota.
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Guglielmini lo miró, contrariado.
—Muy bien, entonces no se acerque al lugar.
No quiero periodistas heridos. Yo soy el
responsable aquí.
—Una última pregunta —dijo el del grabador—,
¿quiénes son los civiles armados que
hay en la calle?
—Ya se lo dije. Compañeros peronistas
que espontáneamente se han unido a las fuerzas
del orden. Trabajadores dispuestos a dar
su vida en defensa del pueblo y de su líder.
—Claro —dijo el periodista y miró el brazalete
amarillo del que había servido café—.
¿Puedo hablar con la esposa de Fuentes o la
de Mateo Guastavino?
—Están incomunicadas.
—¿Y la del placero?
—Era viudo. Que en paz descanse.



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